Hace unas semanas, el alcalde de Gasteiz anunció el propósito de retirar el nombre del rey Juan Carlos de una calle de su ciudad. No es para menos, a la vista de los escándalos -en plural- que están apareciendo en torno a la figura del borbón, sobornos, cobros de comisiones, cuernos, corruptelas, testaferros, cuentas ocultas… Eso sin contar sus vínculos con Franco, la dictadura, el 23-F, etc. La razón que aduce el alcalde es que “ese señor no se merece una calle”.
Quizás sería más apropiado pensar a la contra y, en justicia, darle la vuelta al argumento. Quien no se merece esa afrenta es la ciudadanía gasteiztarra, y es más importante la población que las eventuales alegrías de un putero ‘viva la virgen’. Desde que los parlamentarios de Herri Batasuna le cantaran el Eusko Gudariak y le recibieran puño en alto, este tarambana nunca ha gozado en nuestra tierra de buena prensa.
Pero la iniciativa de Urtaran, que ya era hora, da pie para una reflexión más a fondo. En efecto, el callejero de una ciudad (como se entiende en la observación del alcalde) forma parte del paisaje simbólico que nos llena la biografía de referencias documentales. El historiador francés Pierre Nora llamaba a estas referencias lugares de memoria, porque impregnan nuestra existencia de significados vinculados al pasado y a sus interpretaciones. Como podemos suponer, las autoridades se encargan de seleccionar estos nombres y personajes históricos con exquisito cuidado, porque marcan con su huella la vida cotidiana que transcurre entre ellos, y al quedar en la memoria cargan la identidad de las poblaciones con un poso indeleble.
Si pasamos de Gasteiz a Donostia, esta observación nos lleva a contemplar el callejero con sorpresa. Con incredulidad incluso. Tenemos Reyes Católicos. Reina Regente. Isabel II. Plaza Alfonso XIII, Avenida Carlos I. Puente María Cristina. Alfonso VIII. Reina Victoria Eugenia. Infante don Juan (padre de Juan Carlos I, por cierto), Infanta Beatriz. Infante don Jaime. Escolta real… ¿Qué tiene la realeza española para que esté tan presente en nuestro imaginario, en calles, direcciones postales, en domicilios y recuerdos familiares? Con las palabras de Urtaran, ¿por qué -nos preguntamos- se han merecido esos ‘señores’ de la realeza, fulanos con corona, cabezas visibles del imperio hispánico, miembros de las élites más despreciables de la historia, unas placas honoríficas entre nuestros portales? ¿Qué han hecho por nosotros? ¿Qué autoridades hemos tenido en la capital guipuzcoana, lacayos al servicio de los monarcas que ahí se nombran, corruptos, putañeros, esclavistas, representantes de la violencia del imperio, para otorgarles la distinción de nuestras plazas y avenidas más notables?
¿Por qué no hay una calle dedicada a los anarquistas que pararon a las tropas facciosas el mismo 18 de julio, las derrotaron en Amara y las devolvieron a sus cuarteles? ¿Por qué no hay en toda la ciudad apenas referencias a los sucesos, fechas, fusilamientos de la guerra del 36, aunque es una memoria cercana, viva, sangrante, que reclama conocimiento y reparación? ¿Por qué apenas se descubre ningún atisbo de los orígenes navarros de esta población, su lengua vasca, su vinculación al territorio que nos rodea, siendo capital de Gipuzkoa, corazón de Euskal Herria?
Si paramos en ello, descubrimos que ese callejero nos cuenta un relato. Pretencioso. Servil. Ajeno. Una historia de vidas ejemplares destacadas por su celebridad y sus supuestas virtudes. Y es una historia de España, del poder colonial. Los borbones, sus generales, sus santos patronos, la gloria del imperio que fue, la descomposición, el expolio, la esclavitud disimulada, escondida bajo los laureles, la barbarie de la imposición de la lengua… No hay en ese escenario lugar para nuestras gentes, para las mujeres violadas y asesinadas en 1813. No hay relato de país, ni del trabajo, ni la cultura… Ni hay sitio para Mikel Gardoki, que luchó contra la dictadura y por la independencia (que eso no se permite); franquistas del PP le tildaron de terrorista y culpable; le quitaron la calle. Ni hay espacio para Txillardegi, uno de nuestros intelectuales, porque la inquina y el odio le persiguen más allá de la muerte.
Las calles de Donostia huelen a Franco, a Juan Carlos, a Alfonso XIII; a desmemoria; y a borbones. Los donostiarras no nos merecemos esa basura en las calles.
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Firman este escrito: Luis Mª Martínez Garate, Angel Rekalde, Arantza Amunarriz, Gurutz Olaskoaga, Iñaki Arzak, Jose Ignazio Indaberea, Inaxio Kortabarria, Josu Tellabide, Luis Gereka
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