La polémica que ha suscitado la decisión del alcalde de Bilbao de no retirar las fotos de los alcaldes franquistas de las paredes del consistorio pone en evidencia lo poco que se ha reflexionado en nuestro país sobre la importancia y necesidad de la memoria histórica. Cualquier argumento sienta cátedra y cualquier sujeto con poder se siente autorizado a hacer de su capa un sayo. Cuando no un ensayo sobre buen gobierno y democracia. Me sorprende que haya tan pocas ideas claras sobre este particular, y ello revela que es un asunto aparcado, que no se ha valorado como debiera, y que desde luego el franquismo nos dejó, además de las cosas atadas, y bien atadas, el pensamiento a dos velas.
Voy a proponer, para no cargar esta breve reflexión, dos argumentos que pienso que el partido del alcalde debería tener en cuenta. El primero, con respecto a que eso es la Historia -con mayúsculas- y que no se puede cambiar (“metiendo la tijera a las partes que nos desagradan”, como dice Javier Vizcaíno en su columna), es el precedente del escudo de Gipuzkoa. Y lo cito porque ya me lo arguyó, en esos términos, un supuesto historiador que hacía la misma defensa.
En 1513 el escudo histórico de Gipuzkoa lo concedió Castilla por decreto de la reina Juana ‘la loca’. El gobierno del lehendakari José Antonio Agirre decidió cambiarlo y eliminar del mismo los cañones de Belate -y de paso la figura del rey castellano-. El caso es que esa decisión, que revocó el franquismo (los fachas no tienen tantos escrúpulos a la hora de hacer y deshacer lo que les da la gana), se volvió a ratificar en 1979, en la transición, por acuerdo de las Juntas Generales de Gipuzkoa, y de nuevo y hasta hoy se cambió el escudo territorial.
La razón del lehendakari en 1937 fue que aquellos cañones hacían referencia a una deshonrosa batalla fratricida, en el contexto de una guerra contra Navarra, territorio vasco independiente hasta la fecha. Es natural. Faltaría más que una reina castellana y unos genocidas franquistas pudieran imponernos símbolos a su conveniencia, símbolos que nos representan, que nos constituyen, y nosotros, el pueblo de esta tierra, no pudiéramos deshacer sus maniobras.
Así, pues, con toda lógica, se cambió un símbolo que había teñido de vergüenza (palabras del historiador Serapio Múgica) los edificios oficiales y lugares del territorio guipuzcoano, y en ello continuamos sin que nadie haya olvidado esa historia que tanto les preocupa. Eso no es cambiar el pasado sino crear sociedad con los instrumentos simbólicos que se consideran propios, dignos, constructivos y acordes con una moral y una dimensión colectiva.
El segundo tema que quiero proponer se refiere más a la naturaleza de los retratos, y a su justificación. La polémica surge porque se trata de alcaldes franquistas, y lo han sido, mal que le pese a alguien. Con el argumento que se sostiene para mantenerlos, exactamente con la misma lógica, le tendrían que poner a Antonio Tejero un monumento en las Cortes españolas. Porque por un momento, fugaz o tan eterno como se quiera, fue el auténtico mandamás de la barraca. Entró, alzó su arma y ocupó. Se convirtió en la autoridad en la plaza. Me dirán que fue por la fuerza, no por derecho, que no era una autoridad legítima. En efecto. De eso se trata. No es más legítimo Areilza en Bilbao, donde entró con la prepotencia de su bando fascista, que Tejero en el Congreso de los Diputados de Madrid. Ninguno de los alcaldes de Bilbao en esa época cuentan con la menor legitimidad para ocupar su cargo, a no ser que Azkuna los quiera ver así, cuando provenían de un régimen que se había impuesto sobre la población por el genocidio, la barbarie y la fuerza bruta.
Como decía en el primer párrafo, lo grave de esta discusión es lo tarde que llegamos y la poca profundidad con que manejamos estas reflexiones, lo que evidencia que en nuestros foros el tema de la memoria histórica está en bragas.
Comentarios recientes