Las piedras de la plaza del Castillo

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Este 2013 que cerramos se han cumplido diez años de la construcción del parking de la Plaza del Castillo de Pamplona, que conllevó la excavación incontrolada, la destrucción del yacimiento histórico que se encontraba en el lugar, el desmantelamiento de los vestigios recogidos, y como rúbrica el vertido del material extraído a un basurero.

La plaza del Castillo de Iruñea es un emplazamiento privilegiado de nuestra historia. Ubicada entre los viejos burgos de la ciudad, Nabarreria, San Cernín y San Nicolás, fue (y de ahí el nombre) el solar sobre el que estaba edificado el castillo de Luis Hutin, la fortaleza principal de Pamplona en la época de la conquista (1512). Pero previamente fue un espacio habitado durante milenios, y en ella aparecieron restos de tumbas de épocas distantes en las que el dominio de esta parte de Europa estaba en manos de romanos, visigodos, musulmanes, francos, etc. Y sin embargo, la población de esos enterramientos era mayormente local, es decir, vascona.

El desprecio a la historia del país que el negocio del parking y la destrucción de ese solar patrimonial demostró, recibió la protesta multitudinaria de miles de ciudadanos. De Iruñea, pero también de otros territorios navarros. Porque ese patrimonio no era vecinal; no constituía una simple mirada al pasado de la ciudad, por monumental que fuera, sino una acumulación de elementos simbólicos de carácter nacional. Pamplona ha sido durante milenios la capital de Navarra, Estado independiente vasco. Su riqueza simbólica se refiere a esa capitalidad; a ese papel que ha jugado en la historia; al rastro de los lazos que nos unen y que se inscriben en esa relación capital-territorio, una relación entre pueblo y gobierno, centro económico y vías de comunicación, centro religioso y diócesis, ciudad y campo (o montaña, o tierra llana, cualquiera que sea la dimensión que queramos contemplar); símbolos colectivos y comunidad que se crea en ellos; vínculos de carácter organizativo, institucional, económico, emblemático, político.

Pero el atentado contra ese capital significativo no fue un hecho fortuito ni aislado. En estos mismos años hemos sufrido la demolición del frontón Euskal-Alai, que era otra joya patrimonial unida a la tradición de la pelota en pleno espacio ciudadano. No es casual que el juego de la pelota, de tanto arraigo en las localidades navarras, sea conocido en el mundo como pelota vasca. De nuevo el nexo entre cultura nacional y territorio navarro. O la política de acoso que el gobierno foral aplica de continuo sobre la enseñanza y la lengua en euskera, la lingua navarrorum, en palabras documentadas de los tiempos del rey Sancho el Sabio.

Detrás de esta política de tierra quemada funciona una voluntad indisimulada de destrozar, devaluar y hacer desaparecer todo rastro de esa vinculación histórica entre ciudad y país. Porque esa vinculación narra un relato: el de un pueblo vascón de larga trayectoria, un Estado soberano, independiente, una cultura vasca, que se constituye alrededor de una lengua, de los navarros… Detrás de estos destrozos, robos, corruptelas (que de todo hay), no hay una mala gestión de los recursos, sino una estrategia deliberada de deshacer el país a través de una desaparición calculada de sus símbolos. De su patrimonio.

Para el gobierno las piedras de la plaza del Castillo no son simples pedruscos, sino al parecer un enemigo hostil que acusa, que sostiene que ese lugar ha sido escenario de lo que no quiere que seamos: historia y lengua vasca, capital navarra, imagen ostensible de un Estado que fuimos, que defendía nuestra existencia, independencia, cultura, convivencia y presencia en el mundo.

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