Hace 500 años, en marzo de 1515, unos diputados y embajadores de Francia se reunieron en París con el príncipe heredero del trono de Castilla, un tal Carlos, que luego sería el primer emperador del imperio hispano y algo de Alemania. Los delegados del monarca francés abordaron al joven príncipe y le recordaron la guerra de Navarra. En concreto, le mencionaron que entre sus respectivas coronas habían establecido un acuerdo para resolver las diferencias “por vía amigable y de justicia”, y que ello no se cumplía para la cuestión navarra, la ocupación ilegítima de un reino europeo. Así, le insistieron para que en un plazo razonable, en seis meses, se acordara una fórmula de devolución del mismo a sus titulares legítimos, o se aviniera a fijar unos árbitros internacionales.
En efecto, casi tres años después de que las tropas del duque de Alba invadieran el territorio navarro y lo ocuparan de hecho, la situación de derecho no estaba resuelta. La ocupación militar, por la fuerza, no encontraba justificación razonable. Era una situación anómala, o por lo menos irregular, no ajustada a derecho. Más allá de la guerra (y esta duraría todavía otros doce o catorce años) la legitimidad de la ocupación no hallaba reconocimiento.
El rey de Aragón, Fernando de Trastámara, por otros nombres el falsario o el católico, consciente de la debilidad de su posición en estos términos jurídicos, convocó de inmediato una cumbre de las Cortes de Castilla. En Burgos, el 11 de junio, dos meses después del incidente de París, las Cortes castellanas abordaron el tema. Con un detalle significativo, y a la postre definitorio: se resolvió en Castilla la cuestión jurídica de Navarra sin la presencia de ningún representante de Navarra.
Ante un grupo de obispos, comendadores, licenciados, grandes del reino y el propio rey de marras, según describe el acta que recoge la historiadora María Puy Huici Goñi, el “ilustre y muy magnífico señor don Fadrique de Toledo, duque de Alba”, proclamó en voz alta que el citado rey Fernando le enviaba a decir que el papa Julio le proveyó del reyno de Navarra (sic). O sea, que su justificación para el atropello era que el papa de Roma había despojado a los reyes navarros legítimos y había ‘proveído’ el reino al falsario. ¡Con semejante aval del Vaticano quién necesita una coartada!
Por precisar el texto del acta, la justificación de tal despojo surgía de la ‘condenación’ de los reyes de Navarra, sin mayores precisiones, que la omnisciencia del papa no precisa de mayores datos en asuntos de pecado. Y por el otro lado, añadía, por el bien y el acrecentamiento de la corona real de Castilla. El porqué y el para qué. Es decir, en lenguaje llano y coloquial, porque Navarra era un reino de herejes y para acrecentar las posesiones del imperio.
Ya sabemos que esto ocurrió hace ahora quinientos años. Medio milenio. Pero cuando todavía hoy salen políticos que afirman que llevamos cinco siglos de convivencia en el Estado español, como argumento de felicidad y voluntad de que no cambiemos esa estructura política, bien está que recordemos cómo se construyó esa dominación. Cómo se realizó, cómo se justificó, sobre qué prepotencia, pecados y delirios. Desde la argucia de las bulas de un papa, hasta la proclamación del derecho de conquista. Y, como metáfora suprema, sin que contaran para nada con los pueblos, las gentes y las personas involucradas.
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