El día 9 de noviembre se celebrará en Corella una mesa de debate en torno al valor patrimonial de los barrios históricos de nuestro país y los problemas que hoy les acucian. El Casco Viejo es la cara visible, la denominación de origen de las ciudades, y de alguna manera resume la imagen de su personalidad. Ahí están los rincones más célebres, los más notables o entrañables. Sin embargo, a la vez carga con la servidumbre de ese dudoso privilegio: casas antiguas, edificios memorables pero poco confortables, calles ruidosas, lugar saturado de fiestas y ceremonias, destino de turistas, paraíso de la hostelería…
En octubre se reunió en Pamplona un congreso que trató la complejidad de estas circunstancias, que, en el presente, por la lógica de los tiempos, se convierten en problemáticas. Nabarralde y la sociedad de estudios Iturralde llevaron el tema al foro público y lo trabajaron desde distintas perspectivas: visitas guiadas, mesas redondas, una exposición de fotografías antiguas, que mostraban las calles de Iruñea a principios del siglo XX… Las fotografías revelaban una visión desconcertante: basta dedicar unos minutos a esas imágenes retrospectivas para descubrir qué enorme transformación se ha dado en nuestras calles en apenas unas décadas: artesanos y comercios tradicionales, formas de vestir, vehículos arcaicos, murallas desaparecidas… Da que pensar la que se nos viene encima.
El debate en estos términos nos enfrenta a un dilema incómodo, y hasta cierto punto irresoluble. Los cascos históricos concentran el patrimonio histórico y monumental de las ciudades que conocemos; en muchos casos merecerían una declaración de Patrimonio de la Humanidad (si no desaparecen bajo las palas de la excavadora). Pero, paradójicamente, son lugares llenos de vida, y la declaración de la Unesco -nos advertía Manuel Delgado- es un sudario; mata aquello que glorifica; supone convertir un barrio que bulle en un fiambre; un esqueleto vacío; o, más exactamente, en un decorado. Venecia, la hermosa Venecia de canales y bellísimos palazzos, es un triste ejemplo. No es posible vivir en un lugar declarado santuario, en el que no se puede tocar una fachada o retocar una esquina.
Así, pues, el dilema está servido; en un lado de la balanza tenemos el patrimonio, la arquitectura, la historia, la grandeza de las ruinas, identidad en los muros, plazas con solera, estilos de distintas épocas, memoria del pasado, recuerdos de la infancia, paisaje de nuestras vidas, creencias, fiestas, rituales colectivos… Por la otra cara de Jano, la necesidad de servicios, la renovación de las casas, calidad de vida, comodidad, participación ciudadana, urbanismo, especulación, derechos, negocios, turismo… La mesa redonda de Iruñea (con el sociólogo Carlos Vilches, Joxe Abaurrea, concejal de urbanismo, Aitziber Imizkoz, Hedoi Etxarte, Carlos Otxoa) nos habló de los conflictos que se reúnen en estos barrios, señalados por su antigüedad; sus deficiencias estructurales; el peso muerto de su valor emblemático; la tentación de convertirlos en negocio; la insoportable marea del turismo masivo; la desaparición del comercio, por la competencia de las grandes superficies y franquicias, lo que priva al vecindario de una red familiar y diversificada de establecimientos; la especulación, el encarecimiento de la vivienda, que expulsa a las familias naturales del barrio; la falta de servicios…
Y mientras los peatones dudamos, los arquitectos y urbanistas no descansan. Como dijo un ponente en Pamplona, no hay nada que ame más un arquitecto que un terremoto o un bombardeo. Con la bendición del cataclismo se les abre el cielo: el negocio y la oportunidad de recrear el mundo; ser dios por un rato y modelar el universo a la medida de su narcisismo.
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