Estamos condenados a repetir nuestra historia. Por ignorantes. Por olvidarla… En medio del desconocimiento habitual que tenemos de nuestro pasado, un capítulo destaca por su opacidad. Es un decir. Quizás a causa de la frontera interestatal que nos divide, a los de este lado este período nos es más lejano, ignoto, oscuro, más borroso aun si cabe que otras historias que se nos escapan.
Hace cuatro siglos, en octubre de 1620, el rey Luis XIII de Francia (II de Navarra) promulgó el Edicto de Pau por el que unía ambas coronas en una sola. Con esta orden, no aceptada en nuestro país pero impuesta, la soberanía de la Baja Navarra desaparecía, absorbida por la francesa. Las protestas de Péir Lostau, presidente del Parlamento navarro, se las llevó el viento. La independencia del Estado pirenaico, aunque fuera residual y en un territorio minúsculo, quedaba anulada para la historia después de una larga existencia.
Atrás quedaban siglos de un espacio vascón para nuestra población, un lugar para vivir y defenderse, siglos de cultura, instituciones singulares, convivencia, con conflictos, por supuesto, pero los lógicos de toda sociedad viva y que respira, que se organiza, progresa y tropieza.
Entre otros motivos, sorprende esta maldición nuestra, este desconocimiento generalizado que mencionaba, porque aquel período fue uno de los más prósperos y emblemáticos de nuestro pasado. Tras la invasión del duque de Alba en 1512, este pequeño escenario de la Baja Navarra se le hizo incontrolable a la tropa española. Situado al otro lado de los Pirineos, la resistencia de los naturales, su posición ultrapuertos, la proximidad del Bearn y otros aliados de los reyes navarros, empujaron una decisión estratégica del imperio, y en 1527 el ejército hispano se retiró definitivamente de esa ‘tierra de vascos’.
El Estado libre se restauró en Donapaleu (Saint Palais), y allí se asentaron la capital del reino y las Cortes navarras. Durante los 100 años siguientes una nación próspera y culta asombró al mundo, en palabras del escritor Shakespeare. Fueron tiempos de reinas audaces, creativas, que administraron el país con inteligencia. Que promovieron la polémica, el pensamiento, las artes y la lengua vasca. La escritura del Nuevo Testamento en lingua navarrorum elevó a esta al rango de idioma universal y de cultura. Fue una época de Renacimiento navarro, paralelo al de otras regiones europeas, Florencia, Países Bajos…
Así, cuando con el Edicto de marras la corona francesa se merendó la navarra, no sólo le arrebató al país la independencia. La existencia. También liquidó un período de esplendor, de proyección universal, de grandeza. Le cerró el camino a un futuro que empezaba. Que despertaba admiración. Que ponía la cultura vasca en primera fila de las culturas europeas. Al trasladar las instituciones navarras fuera del territorio no sólo descabezaba el país; también las vaciaba de su gente; las privaba de su sentido y su alma.
Ya no hubo en adelante más reinas navarras cultas, que desafiaran a los imperios, que impulsaran el progreso de las gentes. Incluso las que hubo en ese tiempo anterior, de independencia, Catalina, Margarita, Juana, se vendieron como francesas. Se asimilaron a la corona devoradora y nos las borraron del mapa.
No podemos detener el tiempo ni anular sus estragos. Pero sí podemos recordar qué hemos sido, qué nos ha pasado, y en ello fortalecer nuestra comunidad. La memoria colectiva es una fuerza que crea sociedad, y la única que nos libera de la maldición de repetir la historia.
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