La historia de las pandemias viene de antiguo. Es uno de los jinetes bíblicos, el caballo amarillo del Apocalipsis. La peste negra en Navarra en el siglo XIV; antes en Atenas, Viena, Florencia. El cólera, la viruela, la peste bubónica… Conviene aprender de aquellos episodios que aniquilaron ciudades, que destruyeron imperios, que hicieron sucumbir civilizaciones.
Giorgio Agemben cuenta que en el siglo XVI con motivo de la peste el gobierno de Milán, entonces bajo dominio español, publicó un bando en el que invitaba a denunciar a determinados sujetos, identificados como ‘untadores’: “para sembrar el terror y el espanto en el pueblo y los habitantes de esta ciudad de Milán, y para excitarlos a algún tumulto, van ungiendo con untos, que dicen pestíferos y contagiosos, las puertas y las cerraduras de las casas y los cantones de los distritos” (‘El contagio’). Se imponía la creencia de que el contagio era provocado y que la enfermedad se propagaba por esos lugares donde la mano desprevenida rozaba una y otra vez, de modo invisible y traicionero.
También entre nosotros cala esa idea de que el problema es el contagio y, consecuencia inmediata, la culpa es de alguien. De inmediato unimos nuestros miedos y angustias con la imagen de ese personaje que nos inquieta, que concita nuestros prejuicios. Los nazis decían que los judíos tenían piojos (recordemos ‘La lista de Schindler’); pero en cualquier época, en tiempo de pogromos –y en general- los judíos estaban asociados a enfermedades, malas cosechas, encantamientos… Los gitanos, los inmigrantes, las mujeres… Pasa lo mismo con cualquier otro, cualquier desarrapado, diferente, distinto. Es el depositario de la sospecha, y en tiempo de epidemia, el culpable de un comportamiento nocivo.
No vayamos con estas reflexiones a tiempos medievales o legendarios. Estos mismos días hemos visto reacciones de este tipo con personas que paseaban demasiado a sus perros; o quienes llegaban a deshoras, quizás por trabajar en centros sanitarios… El ‘untador’ encaja a la perfección con el mecanismo del miedo que surge de la angustia del contagio. Es la proyección personalizada de los temores que albergamos. Y es un instrumento perfecto para el poder, que lo cultiva para gobernarnos. Para individualizarnos. Para deshacer solidaridades. Ni siquiera hay que proclamarlo, al estilo del pregón de Milán. Basta con citar los ‘comportamientos distintos’; los que no se atienen a las recomendaciones de la autoridad, y con ello ponen en peligro a los buenos ciudadanos.
Con ello, de entrada, el problema es el contagio, y no la globalización, o el trabajo, o el modelo social en que vivimos, que produce una ‘normalidad’ incompatible con un buen sistema sanitario, que encubre explotación, corruptela, discriminaciones, desigualdades… También, de paso, el problema es el virus y no un Gobierno que para combatirlo pone al frente de la lucha sanitaria al ministro de Interior, que saca a la calle el ejército, que pone multas al grito de ‘¡Vivaspaña!’, que castra el autogobierno, que apoya a la Monarquía, que juega con los presupuestos… El culpable, más aún, es ese individuo que nos contagia, coartada permanente del poder que, balones fuera, se absuelve de toda responsabilidad y se aplaude con el rito cotidiano de los vecinos. Las órdenes del Gobierno, incómodas pero necesarias para ‘protegernos’, quedan ahí justificadas, asimiladas, bendecidas, sean militares, territoriales, absurdas, injustas, o las dicte la cabra de la Legión con su bandera.
En resumen, si seguimos el mecanismo, al final descubrimos que, si protestamos o desconfiamos del gobierno, el ‘untador’ del cuento terminamos siendo nosotros mismos. ¡Acabáramos!
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