En un reciente documental, el director, catalán, aseguraba que el relato vasco es el de la resistencia. Gente dura, obstinada, que resiste… Desde fuera nos han retratado a menudo con esa imagen: recios, resistentes, firmes. Para bien y para mal. Filias y fobias. Desde el ‘Domuit feroces vascones’ de las crónicas visigodas, que insistían en haber vencido –una y otra vez- esa tenaz rebeldía; hasta la oposición al franquismo, la lucha en la calle, incluso la pertinaz existencia de ETA y sus presos.
A propósito de este tema otro escritor aportaba una reflexión paralela. Jordi Cabré se refería a los relatos español y catalán, que juzgaba insolubles, imposibles de mezclar y asimilarse. Partía de que el estereotipo hispano se plasmaba en su fiesta nacional, en los toros, un espectáculo que comparte “una cultura, un lenguaje, un imaginario”. “Los tópicos y los estereotipos son fundamentales, una caricatura dice más de una persona que un retrato hiperrealista. Esto también vale para los colectivos”. El nacionalismo español construye su relato a partir del tópico que hicieron en su época los franceses napoleónicos: “Cármenes, bandoleros, castañuelas, toros… en definitiva una cierta falta de modernidad transformada en orgullo”. La sangre, el sol, el sexo, la vida. “No es nostálgico: es de cojones, y vale”.
En cambio, sigue Cabré, el catalán es reflexivo. Medievalista y nostálgico. Añora las libertades que le han arrebatado; las instituciones perdidas; la Renaixença cultural, el modernismo. Es una cultura sosegada que alza torres humanas, festivas, pero calculadas: el peso bien repartido, el número, las fuerzas en equilibro… Cuenta para bailar, se numera en las manifestaciones. Racionalista, defiende derechos, a diferencia del estereotipo español, prepotente y vitalista.
Estas etiquetas y estereotipos, por simples que sean, cumplen una función social más importante de lo que parece. Así nos ven; nos vemos unos a otros. Te tratan como te retratan. Y, si te descuidas, al final el sujeto se adapta y asume la idea que el entorno hace de uno mismo. Ahí está el problema; que tenemos que aprender a construir nosotros ese relato que nos atañe, y no abandonarlo en manos extrañas. Interesadas. Malintencionadas.
Las caricaturas que nos han dedicado, en el caso vasco, no siempre son complacientes. Ni amistosas, ni heroicas, ni favorecedoras. Más bien al contrario. Además del calificativo de violentos (reverso de la moneda de resistente; sociedad patológica nos han llamado; con mucha inquina, por supuesto), también nos han colgado el dudoso título de cavernícolas; primitivos; prehistóricos; litófagos decía Jon Juaristi –comedores de piedras-; quizás por aquello del deporte del levantamiento, la memoria de las cavernas y el gusto por el comer, todo enrevesado. La longevidad del euskera, tan significativa y central en nuestra identidad, lengua de la ‘Edad de Piedra’, da cuerda a estas parodias.
En esta cultura tienen un espacio privilegiado las sociedades gastronómicas, lugar del encuentro social, la cuadrilla, la celebración, la amistad, la gula, la artesanía del fogón, a veces la guarida masculina, la fiesta y la tamborrada. Pío Baroja trabajó las figuras inquietas de Zalakain, Shanti Andía, junto con otras imágenes de conspiradores, contrabandistas, marineros… La idea de la aventura y el trotamundos está muy presente en nuestro imaginario individualista. Pero hemos tachonado nuestros automóviles con pegatinas de oveja latxa: el rebaño, el balido uniforme, la procesión ordenada, la existencia mansa bajo la autoridad del pastor y el perro. Otra definición: euskaldun, fededun. ¿Pactistas? No está claro. ¿Qué fue el abrazo de Bergara? ¿Pacto o traición?
No somos racionalistas como los catalanes. Nos impulsa la cultura del trabajo, la tierra, la fábrica, el auzolan, el esfuerzo cooperativo, la labor de las manos más que de la cabeza. Es un relato irreflexivo, de faena. En cualquier caso, también nuestro imaginario choca con el español, autoritario e inclinado a la corrupción. El peligro es que, con tantos siglos de dominación y asimilación, acabemos asumiendo el relato del imperio: corrupto, despótico, torero, chulo. O, peor, lameculos, le riamos las gracias.
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