Hace unos días la prensa contaba el relato de unos kurdos que tradujeron la Ilíada a su lengua. Y explicaban que algunos entendidos de su cultura intentaron disuadirles de hacerlo, porque su idioma era pobre en vocabulario, “y, sobre todo, en matices”. El autor añadía que más de una vez se ha encontrado con ese “espíritu impregnado de autoodio”, que es habitual “entre hablantes de lenguas sin Estado”.
Me vino a la memoria el reciente comentario publicado en Hernaniko Kronika, la gaceta local, a propósito de un documento antiquísimo que menciona esta población, así como el monasterio de San Sebastián, que dará luego nombre a la capital de nuestros días. Está fechado en 1014, lo cual sitúa la existencia de Hernani ante su milenario.
Como en el caso de los traductores kurdos, cuando el tema ha salido ante el público, enseguida nos hemos encontrado con un experto que con su mejor voluntad avisa y rebaja el valor del acontecimiento. ¡Ojo, que ese documento es falso! (sic). Que es pobre en matices o vocabulario.
Es curioso, porque en los últimos años hemos asistido a distintas celebraciones, y nadie ha puesto reparos a la certeza de los hechos (otra cosa es la interpretación que se ha hecho de los mismos; y la polémica en torno a la perspectiva desde la que debíamos observarlos). A pesar de que las circunstancias en que se establecieron –guerras, ataques, invasiones…– invitan a pensar en cualquier cosa menos respeto a la legalidad.
El 800 aniversario de la carta–puebla de Getaria; el 750 de la fundación de Tolosa; el 200 aniversario de la liberación –y quema, violación multitudinaria, asesinato masivo… – de 1813 en Donostia… Parece que cuando los aniversarios se relacionan con efemérides hispanas, avaladas en la autoridad (instalada como sabemos a base de imposición y violencia), el registro documental es válido y está justificado.
Hagamos un pequeño ejercicio de reflexión. Lo que afirma la nota que habla de la falsedad lo podemos encontrar en la mayoría de documentos escritos; el que tiene el poder ha amañado la historia –y la legalidad implícita– siempre que le ha convenido. Pero es que un historiador no se dedica a actuar de mero lector de documentos. Para eso ya tenemos la figura del secretario o el archivero. Se supone que un historiador es quien sabe descifrar los vestigios (restos, ruinas, monumentos, papeles manipulados, ¿documentos falsificados?…) y leer a través de ellos.
De este modo, José Luis Orella Unzué, catedrático de historia medieval, explica que el citado documento fechado en 1014, guardado en el monasterio de Leire, es histórico, aunque probablemente esté falsificado por los propios monjes, en la medida en que necesitaban un certificado legal de propiedad para justificar el cobro de los diezmos del monasterio de San Sebastián. Es, por lo mismo, de la época señalada, y con suficientes datos de verosimilitud (descripción de la propiedad, ubicación, toponimia, elementos de época, etc.) como para pasar, a los ojos de la legalidad de entonces, por legítimo. Es decir, a efectos históricos, una fuente de información de primera calidad.
No sé si a los expertos de nuestra cultura vasca se les ocurre preguntar si La Chanson de Roland es un poema verdadero o está falsificado. No sé si el documento del monje Turoldus (¿será interesado, un relato amañado?) tenía sello notarial o suficientes acreditaciones documentales. Y sin embargo, a pesar de los embustes que trasmite, es un insuperable documento histórico. ¿Y qué decir del Cantar del Mío Cid, mito mentiroso donde los haya?
Está claro que Hernani existía hace mil años, que estaba en el mapa de la época, así como su vinculación al reino vasco de Pamplona. Pero como nos advierte el traductor de la Ilíada del Kurdistán, el problema no es el documento, sino que seamos de un país sin Estado.
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